La norma universal de no abrir a los desconocidos se rompe cada noche de Halloween con la tradición de ir a pedir caramelos por el vecindario. Una precaución elemental se trasgrede así para mantener una costumbre inocente y divertida. O eso debió de creer Peter Fabiano cuando llamaron a su puerta la noche de difuntos de 1957. Al otro lado había alguien vestido con una máscara, pintura y guantes rojos, pero no era un niño ni un tardío adolescente, sino un adulto que le disparó en la cabeza con una pistola envuelta en una bolsa de papel. Semanas después dos mujeres, Goldyne Pizer y Joan Rabel, eran detenidas como coautoras del crimen. Joan había mantenido una relación con Betty, la esposa de Fabiano, durante una crisis del matrimonio. Incapaz de superar la ruptura, había convencido a Goldyne, su amiga y probable amante, de que el hombre era malvado y merecía la muerte. Por amor a Joan, obedeció, y ella fue la que empuñó el arma y efectuó el disparo. “Las asesinas lesbianas” (así las llamaron) hicieron las delicias de la prensa, que aprovechó para identificar a las mujeres homosexuales como peligrosas odiahombres capaces de lo peor. © El País.