Cuando podía caminar y se acordaba su nombre y su pasado, a la viejita le gustaba firmar autógrafos. Hasta que un día se le acercaron dos chicos para robarle la cartera.
–¡Qué pretenden, mocosos! – los retó.
Los ladrones parecían más sorprendidos por sus lentes aparatosos que por la reacción de la anciana. Ella se puso seria y escondió la cartera debajo de su sacón verde aterciopelado. Luego hizo que sacaba una pistola de su tapado y les dijo que los iba a matar a balazos.
–Escaparon como dos bólidos. Ahora te matan por dos pesos. No hay códigos y lo peor es que se están ensañando con los más viejitos. Tengo miedo de la inseguridad. Hay chorros y asesinos por todas partes.
Eso decía la viejita, que no era otra que María de las Mercedes Bernardina Bolla Aponte de Murano, alias Yiya Murano.
La envenenadora de Monserrat, como la llamó la prensa por envenenar con té y masitas finas a sus amigas Nilda Gamba, Lelia Formisano de Ayala y su prima Carmen Zulema del Giorgio Venturini.
Los crímenes ocurrieron entre el 11 de febrero y el 24 de marzo de 1979.
Yiya nació en Corrientes (Argentina) el 20 de mayo de 1930. Su madre, Candela, era ama de casa y su padre, Camilo Bolla Aponte, era un teniente coronel.
Yiya nunca pasó sobresaltos. Aunque su familia se fundió, a ella siempre le gustó ser parte de la burguesía.
Se recibió de maestra pero nunca ejerció. Cuando sus padres se radicaron en Buenos Aires, se sintió fascinada por los edificios altos, el ritmo agitado de la ciudad, la noche interminable de la avenida Corrientes, los hombres elegantes y adinerados. Se dedicaba a pasear y a nadar.
La natación le dió una espalda aun más ancha a su cuerpo robusto. Cuando se casó con el abogado Antonio Murano él le pidió que se quedara en la casa en lugar de trabajar y ella aceptó encantada. Andaba con joyas caras y ropa de marca, pero vivía en un departamento de mala muerte.
Entre febrero y marzo de 1979, las muertes de Nilda Gamba, Lelia Formisano de Ayala y Carmen Zulema del Giorgio Venturini conmocionaron al país.
Todas tenían dos cosas en común: eran amigas de Yiya y murieron envenenadas. Pero eso se descubrió a partir de las sospechas de los familiares de esas ancianas.
Casualmente, el día anterior a sus misteriosas muertes habían tomado el té con masas con Yiya Murano.
Los sabuesos cerraron el círculo cuando confirmaron que la usurera Yiya les debía plata por un negocio que les había propuesto, pero que en definitiva era una estafa. Yiya las conocía en la intimidad: eran sus grandes amigas. Al final, terminaría quedándose con el último suspiro de esa intimidad: la muerte.
Las mató con cianuro, ese veneno cuyo olor y sabor comparan con las almendras negras. Yiya las cuidaba hasta en su agonía. Y era la que más lloraba en los velorios: aunque lo hacía sin lágrimas.
La detuvieron el 27 de abril de 1979. Ella negó todos los cargos y sus abogados lograron que fuera absuelta tres años después por falta de pruebas, aunque el 18 de junio de 1985 la Sala Tercera de la Cámara del Crimen anuló el fallo anterior y la condenó a prisión perpetua.
Fue liberada el 20 de noviembre 1995 por una reducción de la pena y por el «dos por uno».
En 1998 fue a almorzar al programa de Mirtha Legrand y reveló que se había vuelto a casar.
Pero al otro día apareció su marido: «Anularé el casamiento, no sabía que ella era la envenenadora. Sólo pasé una noche con ella, la de bodas. Anoche me amenazó para que no contara esto», confesó el pobre hombre.
Años después, Yiya volvió a la mesa de Mirtha, a quien le regaló masas finas. «No como porque engordan», se excusó la diva de los almuerzos, aunque al final comió una.
Había jugado al juego que más le gustaba a Yiya: el paso de comedia. Ése que la convirtió en una abuela cómica, capaz de firmar autógrafos en la calle.
Pero más allá de ser un personaje que se había vuelto grotesco, puertas adentro, en la intimidad de su casa, Yiya ocultaba otra personalidad. Una más parecida al mote que se ganó por culpa de las gotitas de cianuro: «La envenenadora de Montserrat».
Hasta 2010 solía ir al café Las Violetas, donde se paseaba con aires de reina ante las vidrieras y puertas de vidrios curvos, vitrales franceses y pisos de mármol italiano. «No me gusta la chusma», le decía al mozo cuando alguien la reconocía.
Cuando era entrevistada, Yiya recurría a un truco. Sacaba un sobre papel madera de su cartera.
–¡Si vieran lo que hay acá adentro! Pero si lo quieren saber, pongan guita.
Le gustaba crear misterio, llegar a un clima de intriga donde uno podía ser traicionado por la curiosidad. Seguro que adentro de ese paquete había análisis clínicos o papeles intrascendentes.
–Ahora es más seguro estar en la cárcel que estar afuera. Estuve presa 13 años y nadie se imagina lo que sufrí por algo que nunca hice. Soy inocente y nunca maté ni envenené a nadie. Pero muchos dicen que soy una asesina célebre, me río de eso. Como máximo, fui usurera.
Las manos de Yiya eran grandes. Tenía dos anillos: el que sobresalía por sus tres piedras brillantes se lo regaló Julio, su último esposo, de 82 años, y el otro se lo había comprado ella. «Con la plata de Julito, pobre viejo… está ciego pero me ama con locura. Fue corrector de las columnas que Jacobo Timerman escribía para La Opinión», contaba.
«Lo digo por intuición. El asesino tiene fama de buen mentiroso y siempre niega lo que hizo. No es mi caso. Donde hay poder, sexo y plata, siempre hay un asesino dispuesto a matar. Este país es una fábrica de asesinos», confesó Yiya una vez, cuando un periodista la llevó a Montserrat, el barrio que la hizo famosa.
Cuando llegó a la calle México 1177, donde cometió los crímenes, le habló al encargado del garaje. «Pibe, acá guardaba mi Mercedes Benz. ¡Qué sabrás vos, si sos un nene y no me conocés!», le dijo.
«En la esquina vivían los Pimpinella y a mitad de cuadra estaba la casa de Guillermo Patricio Kelly», recordó Yiya. «Yo vivía en el sexto ‘C’. No tengo ni idea quién lo ocupa ahora», comentó.
Le contaron que se organizaban circuitos turísticos para los extranjeros que incluían ese lugar en su recorrido. «Acá vivía la envenenadora de Montserrat», decían los guías del tour criminal. «Hacen negocio a costa de mi inocencia», se quejó Yiya.
Manipuladora y cómica, cada vez que subía al colectivo, le decía al chofer: «Buen mozo, sos igualito a Marlon Brando». Después miraba a un pasajero cualquiera, le guiñaba el ojo y le decía al oído: «¡Qué va a ser igualito a Marlon Brando este negro fulero». Y acompañaba su maldad con una carcajada.
Pasó sus últimos años en un geriátrico de Caballito. Solía ir a comer al restaurante de la esquina, donde a las milanesas a caballo con papas fritas las llamaban «el plato Yiya Murano», porque ella siempre lo pedía.
Devoraba cada bocado con desesperación. Cuentan que un mediodía, se atragantó con una papa frita. Abrió la boca como un jabalí, sus ojos estaban desorbitados y tosía sin parar.
El mozo le dijo que levantara la mano derecha y ella obedeció, pero a esa altura se estaba poniendo colorada. Hacía señas con la mano, señas que no lograba entender.
Un comensal golpeó la débil y encorvada espalda de la vieja, pero el colorado de su cara ya había mutado en morado. Al final Yiya escupió esa papa frita y le volvió el color a la cara, el alma al cuerpo y el habla.
–Gracias, nietito –le dijo al mozo con un hilo de voz. Y pidió dos bochas de helado.
Al rato, milagrosamente recuperada, contó que tenía un dilema:
–Tengo tres amantes en simultáneo. Y no sé con cuál quedarme. Lo que me duele –dijo con un tono melodramático–, es que uno de ellos es mi cuñado. Y siento mucho hacerle daño a mi pobre hermanita, que está bajo tierra. Ayer fui y le hablé a la tumba. ¡Pobrecita! Espero que me entienda.
–¿Cómo fue su infancia en Corrientes? -le preguntaron una vez.
–Muy linda. Mi madre me enseñó a tejer, a peinar a mis muñecas y a esperar a mi padre militar por las noches. También me enseñó a dibujar.
–¿Qué dibujaba?
–Payasitos –dijo Yiya y enseguida dibujó uno en una servilleta, con pocos trazos.
Yiya nunca confesó sus asesinatos. Dijo que era inocente, que esas viejitas, sus amigas, habían muerto naturalmente porque a los viejos sólo les queda morir de un día para el otro. Y no hay nada que hacerle. Sólo enterrarlos y llorarlos.
Pero luego de negar los crímenes, decía una especie de axioma criminal: «Querido, tenés que entender una cosa: los asesinos nunca dicen la verdad».
Además de sus frases, siempre fue hábil para atraer la atención de los periodistas. Por más que en las entrevistas repetía viejas declaraciones, sabía jugar con el misterio. Le bastaba con pocas palabras.
«Ahora te voy a contar quién mató a esas pobres señoras», decía pero luego su promesa se deshacía como las masitas que mojaba en el té.
Yiya murió en 2014. Su final fue anónimo. No recordaba quién era y no reconocía a nadie. Se desconoce donde fue sepultada.