Según la Organización Mundial de la Salud, el de amok es un síndrome caracterizado por un comportamiento asesino o destructor hacia las personas, de carácter aleatorio y aparentemente no provocado, que puede llevar como acto final a autolesionarse o suicidarse. Aunque es posible incluso que, tras el ataque, el agresor pierda el sentido o entre en un estado de somnolencia del que, al despertar, no recuerde nada de lo sucedido. También se ha llamado coloquialmente a este trastorno “frenesí” o “locura homicida”, por su esencia destructiva.
¿Un síndrome cultural?
Para algunos, se trata de un síndrome cultural. Es un término que, como explica Sandra Gutiérrez, criminóloga de la Universidad de Salamanca, en el libro Psiquiatría forense (Soluciones, 2011), se aplica a “sociedades específicas o áreas culturales que otorgan un significado coherente a ciertas experiencias y observaciones propias”. Y es que, tradicionalmente, el amok se había circunscrito a zonas del planeta como Malasia, país origen de la expresión meng-amok , cuyo significado literal es ‘atacar y matar con ira ciega’. También en el norte de Rusia, donde se lo conoce como ikota , o en algunas zonas del Ártico, donde se lo denomina pibloktoq o ‘histeria del Ártico’.
Uno de los primeros relatos documentados sobre el pibloktoq lo escribió en sus diarios el explorador polar estadounidense Robert E. Peary. Durante su expedición al Ártico de 1909, la tripulación subió al barco a veinte mujeres esquimales. Todo transcurrió con normalidad hasta que una de ellas, llamada Inahloo, se quitó la ropa y, mientras caminaba por la cubierta, se puso a gritar a los marineros antes de saltar por la barandilla. Cuando la encontraron a un kilómetro de distancia, escarbaba en la nieve congelada, gritaba y echaba espuma por la boca. Una hora después estalló en sollozos convulsivos y se quedó dormida. Al despertar no recordaba nada.
Los expertos creen que estos casos de locura transitoria responden a una misma realidad: la necesidad de desahogarse de la frustración y del estrés derivados de vivir en una naturaleza hostil y de unas imposiciones sociales muy estrictas. De ahí la consideración como síndrome cultural. Se dice que el pibloktoqes más probable que surja al final de las largas noches polares, cuando la oscuridad prolongada afecta a la psique, incluso, de quienes están más habituados a ella. Por otra parte, en Rusia, la rígida imposición marital ha sido tradicionalmente la causa de que las mujeres samoyedas del norte sufran ataques de ikota, especialmente las recién casadas, con alucinaciones, convulsiones y estallidos de agresividad.
Esta idea la comparte el sociólogo alemán Wolfang Solfsky. En su libro Tiempos de horror. Amok, violencia, guerra (Siglo XXI, 2008), señala que la furia homicida puede desencadenarse por “pérdidas en la bolsa, fracasos laborales, desengaños amorosos, humillación o afán de ser alguien, desesperación o sed de venganza, envidia o simple hastío de la rutina cotidiana. Aparentemente, todo ello puede conducir a las personas a un estado de furia tal que dejen atrás cualquier inhibición. A veces basta una sola mala palabra, una mirada despectiva, una sonrisa sarcástica para encender la mecha de la bomba que llevan dentro”. Pero puntualiza: “El número de desfavorecidos y perjudicados por las circunstancias sociales es de varios millones, sin embargo, los casos de amok son contados”. Por eso, no debe confundirse con otros comportamientos violentos.
Para comprender algo mejor su esencia, Velasco cita en su libro las cuatro fases típicas de la “furia homicida”. En la primera, el futuro agresor experimenta un tiempo variable de introversión. Sus compañeros y familiares le calificarán de solitario, extraño, huraño. Una persona aparentemente anodina. Al tratarse principalmente de jóvenes o adolescentes, su actitud puede llegar a ser entendible en su contexto vital. Sin embargo, desde su interior el joven irá fraguando un plan de venganza hacia una sociedad a la que él culpa de su soledad, de sus males y fracasos. “Pensar en el rechazo que sufren retroalimenta peligrosamente su odio hacia todos”, dice Velasco. Es habitual que dejen constancia de su futura venganza en vídeos subidos a YouTube, en diarios o en cartas que enviarán a los medios de comunicación.
Llegado el día, el sujeto se dejará llevar por esa locura asesina “contra cualquiera que esté en ese momento en el lugar elegido por ellos”. Puede ser un colegio, un instituto, un centro comercial… Lo importante es que tenga un significado para el agresor, por ser el lugar que él identifica con las personas que le hicieron tanto daño. Allí intentará matar al mayor número de gente posible. Tras el ataque, el agresor se suicidará, será abatido o detenido. “En muy raras ocasiones estos sujetos se entregan. Se ha observado que, por lo general, aquellos que sobreviven a la materialización de su plan mortal entran en una última fase de amnesia, parcial o completa, en torno al episodio”, señala esta criminóloga.
Según este esquema, el amok tendría su cara más visible en algunos asesinatos de masas especialmente mediáticos, como el de Adam Lanza, ese adolescente que, el 14 de diciembre de 2012, asesinó a disparos a su madre y a veinte niños de seis y siete años en la escuela Sandy Hook de Connecticut (EE. UU.). Tras la masacre, Lanza se suicidó de un disparo en la cabeza. O el de la masacre de Realengo, ocurrida un año antes en Río de Janeiro, donde un hombre llamado Wellington Menezes de Oliveira mató a veinte niños e hirió a otros tantos con disparos de revólver. Luego se quitó la vida, al verse acorralado por la policía.
La locura homicida, un fenómeno global
“La locura homicida se ha convertido en un fenómeno global —dice la alemana Ines Geipel en El síndrome de amok o la escuela de la muerte , libro donde analiza masacres ocurridas en centros educativos—. Estos monstruos suelen tener un perfil similar: muchos sufrieron abusos en la escuela, los menos tienen algún amigo y al no poder satisfacer las exigencias de su entorno se sumergen en un mundo ficticio. No es que no tengan emociones, pero poco a poco van aislando su afectividad”.
Sin embargo, los asesinos de masas no matan indiscriminadamente y sin motivo. Eso asegura el experto en el tema Elliott Leyton, antropólogo de la Universidad Memorial de San Juan de Terranova (Canadá). “Por lo general, se envuelven con un manto ideológico y se ven como los héroes de sus propias historias”, señala en su libro Cazadores de humanos (Alba, 2005). Según Leyton, los dos estudiantes que perpetraron la mascare de Columbine se vengaban de los matones del patio del colegio y del desprecio que creían percibir. En el caso de la matanza de Oklahoma City, el autor Timothy McVeigh quería vengarse del Gobierno y la policía por su actuación en el asedio contra la secta davidiana de Waco. En otros episodios, el perpetrador actúa en el lugar de trabajo como represalia por no haber sido ascendido o no haber conseguido el empleo codiciado. También ha habido quien combatía la discriminación racial abriendo fuego contra pasajeros blancos en un tren de cercanías… En todo caso, escribe Leyton, “sea cual sea su reivindicación, es siempre una venganza personalizada”, escribe. En cuanto a que las víctimas puedan ser desconocidas para el agresor, este investigador explica que “no están elegidas enteramente al azar: son miembros de una categoría de personas –racial, familiar, económica o vecinal–, que según el asesino son responsables de su desdicha”.
Otra diferencia sustancial respecto al síndrome de amok es que estos criminales preparan concienzudamente sus crímenes, al contrario que los primeros, que suelen ser espontáneos, súbitos y desorganizados. “Los asesinos de masas no explotan de repente, víctimas, como se cree erróneamente, de un incontrolable furor asesino que les impele a actuar. Actúan de forma deliberada y sosegada, y planifican el asalto con días, cuando no meses, de antelación”, asegura Leyton. Así, los criminales de Columbine, en 1999, estuvieron recopilando armas durante semanas y prepararon el ataque con ayuda de planos del instituto. También Elliot Rodger, en Isla Vista, lo dejó todo atado, incluido un impactante vídeo en el que con una tremenda calma detallaba cómo y por qué iba a matar a “todas las chicas que pudiera”.
Solfsky lo explica gráficamente: “Si estuviera poseído por una furia ciega, presa del amok, el asesino sería fácil de dominar. Pero se mueve sin vacilar, reparte armas por los alféizares de las ventanas, coloca bombas o lanza granadas de mano, apunta a las víctimas una tras otra”. A este respecto, también resultaría extraño que los asesinos dejen notas de sus actos, cuando en el amok el agresor se mueve en un estado de nerviosismo incontrolable horas o días previos al ataque.
Una posible respuesta a estas discrepancias es, como se ha señalado, que el amok se haya adaptado a nuestra cultura con una cara propia, como defiende la criminóloga Gutiérrez: “En mi opinión, mientras el síndrome de amok obedece a un patrón incontrolable, súbito y espontáneo de furia o de rabia salvaje, en el que el individuo se encuentra en estado de desconexión de la realidad, y sin descartar otras similitudes como las armas empleadas en el ataque, en la variante occidental contaría con una planificación previa. La cultura se convierte, por tanto, en un factor que modula cómo se manifiesta el amok, pero no determina si este ocurre o no”.
Para Geipel, esas diferencias culturales influirían, además, en el tratamiento público de estos casos: “En Australia, el nombre del asesino de Port Arthur, Martin Bryant, es un absoluto tabú. Y, en Noruega, la gente hojea con rapidez las páginas del periódico dedicadas a Anders Breivik por vergüenza nacional. En Alemania, por el contrario, se opta por hablar abiertamente del horror, quizá porque ellos han aprendido de su propia historia”, dijo en la presentación de su libro.
O, tal vez, se trata de realidades diferentes que responden a alteraciones psiquiátricas distintas. Mientras que el amok surge como un episodio único, el asesino en masa exhibe un patrón de comportamiento agresivo. Tales discrepancias se deben, en parte, a que el origen de su estudio data solo de 1972, cuando el psiquiatra estadounidense Joseph Westermeyer se interesó por investigarlo.
Sea como fuere, “para prevenirlo, se requiere un conocimiento temprano de los individuos susceptibles de desarrollar amok, así como un tratamiento inmediato. Es igualmente imprescindible identificar a aquellos cuyas condiciones psicosociales les predisponen a ello. Cuantos más factores de riesgo presente el paciente, mayor será su potencial para actuar de modo destructivo”, dice Sandra Gutiérrez . Revista. Muy interesante.