Francisco Laureana, artesano, era alto, tenía físico de atleta y atacaba a sus víctimas los miércoles y jueves a las seis de la tarde.
San Isidro era su coto de caza.
Laureana mató, en 1975, a once mujeres y niñas y atacó a otras tantas. El criminal, que había sido seminarista en Corrientes, comenzó su cacería en un colegio religioso, donde violó y ahorcó con una soga desde la escalera a una religiosa.
El asesino elegía víctimas que tomaban sol en los chalés. “El predador acechaba desde afuera y daba el zarpazo ante el menor descuido. Atacaba los miércoles y jueves a las 18. Como todo serial, vivía una etapa de enfriamiento entre cada crimen”, afirmó Raffo, que investigó a Laureana.
Antes de salir de su casa, el asesino le decía a su esposa que cuidara a sus tres hijos: “No saqués a los nenes a la calle porque andan muchos degenerados dando vueltas”, le decía.
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Mataba estrangulando, ahorcando, disparando. De cada víctima se llevaba un objeto, que guardaba en una bota. No dejaba rastros y a veces volvía al lugar del hecho para rememorarlo. En uno de los ataques, al salir de una casa, un hombre lo vio. El le disparó. El testimonio del sobreviviente sirvió para confeccionar un identikit.
Cuando la Policía le preguntó al testigo si podía identificar al asesino, contestó: “De esa cara no me olvidaré nunca en mi vida”.
Para atraparlo le pusieron varios anzuelos: policías con peluca rubia y mujeres tomando sol en piletas. Nunca lo mordió. Su último ataque no llegó a consumarse: una nena lo vio parecido al identikit que estaba pegado en la heladera y le contó a su madre. La mujer simuló llamar a su marido y el asesino, sonriente, se retiró a paso lento. Murió abatido por la Policía, cuando se escondía en un gallinero antes de ser descubierto por un perro. En el lugar, hallaron dos gallinas estranguladas. Fuente. Infobae.