Por Gabriel Pombo. Un tenebroso asesino en serie aterrorizó a la población de los barrios bajos de Cleveland, estado de Ohio, Estados Unidos, en la década del treinta del pasado siglo XX. De los cadáveres solamente se hallaban los torsos, pues a todos ellos les habían cortado cuidadosamente sus miembros y, además, aparecían decapitados.
A fines de 1935 Eliot Ness, tras tres años en el gobierno federal de Norte América y luego de sus triunfos contra la delincuencia organizada, fue impuesto por el alcalde republicano Harold Burton en el cargo de Director de Seguridad de Cleveland, el cual desempeñó hasta 1942.
Le aguardaba en esa ciudad una faena ardua y urgente: limpiar de corrupción a los ineficaces cuerpos policiales y de bomberos. Prestamente puso manos a la obra. Suspendió a trescientos agentes a quienes pilló aceptando sobornos de la mafia, expulsó a los más recalcitrantes y fundó la Academia de Policía de Cleveland con el propósito de infundir renovada decencia a los servidores públicos. Parecía que el joven criminólogo continuaría por su sendero de victorias y que su bien ganada fama de Cid Campeador crecería más y más; pero unos sucesos macabros vendrían para agriarle la existencia, al tiempo que estremecían de pánico a la ciudadanía.
Los homicidios ‘canónicos’ del asesino en serie de Cleveland: cronología e investigación
El 23 de septiembre de 1935 apareció un primer cadáver decapitado en Jackass Hill, región de Kingsbury Run. La autopsia dictaminó que la víctima había sido ultimada entre fines de agosto y principios de septiembre de ese año. A unos nueve metros de aquel hallazgo se localizó el cuerpo, también sin cabeza y castrado, de quien se supo que en vida fue el juvenil delincuente Edward Andrassy, victimado dos o tres días antes.
El 26 de enero de 1936, en Downtonw de Cleveland entre las calles 2315 y 2325, se encontró el cadáver sin cabeza de una mujer que ejercía la prostitución, identificada como Florence Genevieve Polillo, la cual llevaba entre dos y cuatro días difunta.
Hasta entonces el flamante Director de Seguridad había encargado las pesquisas a sus agentes del Departamento de Homicidios, pero el recrudecimiento de estos desmanes y la alarma pública consiguiente lo determinó –tras descubrirse un cuarto fallecido despedazado– a ordenar la creación de un equipo especial con el fin de aprehender al perpetrador.
El 5 de junio de 1936, en las márgenes del río Cuyahoga en Kingbury Run, se ubicó al denominado ‘Hombre tatuado’. Los análisis clínicos establecieron que había sido decapitado mientras aún vivía, y poco después se ubicaría su cabeza. El hallazgo se debió a dos niños que habían ido de pesca al lago y advirtieron ese resto humano dentro de unos pantalones enrollados bajo un arbusto que daba frente a la comisaría Nickel Plate. El occiso era un muchacho fornido de unos veinte años, sobre cuya piel se dibujaban seis tatuajes. Las autoridades creyeron que el finado podría ser un marinero, dado que no se trataba de un menesteroso de los muchos que se asentaban en aquella área.
Pero, como quedó dicho, la fuerte presión del público y de los medios, aunada a la saña de que hacía gala aquel matarife brutal había hecho que, a regañadientes, el jerarca policial pasara a concentrar sus energías en esas sangrientas tropelías que asolaban a los barrios marginados. Fundó una unidad especial de detectives para asumir tan fastidioso problema, a quienes se llamó ‘Los desconocidos’ (‘the unknowns’). Este elenco estaba compuesto por agentes nuevos de plena confianza del Director de Seguridad, los cuales se disfrazaron de vagabundos y se mezclaron entre los carenciados habitantes de Kingsbury Run con el fin de aprehender al psicópata. A su vez, registraron los hospitales en busca de pacientes con enfermedades mentales, recientemente fugados o dados de alta a quienes se los considerase peligrosos debido a sus antecedentes.
Pero aquel pervertido criminal no daba respiro.
Así fue que el también apodado ‘Carnicero loco de Kinsbury Rum’ volvería a ser portada de los rotativos cuando el 23 de febrero de 1937 emergió en el lago Erie, en Euclide Beach, el cadáver de una mujer desmembrada cuyo mutilado torso apareció sin cabeza. Se trataba de la víctima número 7 (también etiquetada como la ‘desconocida número 5’) y había muerto tres o cuatro días antes de su hallazgo. Los forenses concordaron en que aquí el victimario no había exhibido su habitual fría destreza a la hora de finiquitar. Los cortes cercenadores no eran limpios, sino repetidos y vacilantes.
Eliot Ness solicitó a los periodistas que dejaran de difundir los pormenores de aquellos tétricos homicidios, en un intento por golpear el ego del criminal y ver si así cometía un error que lo delatara. Pero los reporteros no vieron con buenos ojos ese pedido y lo tomaron por una confesión de que el Director de Seguridad era impotente para apresar al matarife.
La críticas arreciaron. Sobre todo cuando el 6 de junio de 1937 se halló otra víctima femenina bajo el puente de Lorain-Carnegie. Se trataba de un torso sin cabeza metido en un saco de arpillera, y la habían matado un año atrás. La asesinada en este caso fue –como ya se dijo– la única presa humana afroamericana. En el mes de julio de 1937 apareció otro cadáver en el río Cuyahoga, cuyo deceso databa de solo dos o tres días. Como novedad, en este crimen el ultimador removió los órganos abdominales y el corazón, los que nunca fueron recuperados.
Las presas humanas continuaron acumulándose.
El 22 de julio de 1936, en Brookllyn, Big Creek al oeste de Cleveland, se descubrió el cadáver trozado de un hombre, cuya testa luego fue recuperada. Había muerto dos meses antes y la necropsia acreditó que estaba vivo cuando fue desmembrado, tal vez inconsciente bajo los efectos de alguna droga. El torso de otro indigente surgió en Kingbury Run el 10 de septiembre siguiente. En el año de 1937, en la playa de Euclid en el lago Erie, se reanudó la secuencia de espanto con la detección de una mujer anónima, de la cual jamás se recobró su cráneo. El 6 de junio de 1937, debajo del puente Lorain Carnegie, se avistó a la única asesinada de piel negra. Yacía decapitada y le faltaba una costilla. Más tarde se dio con su testa, y se presume que el crimen databa de cuando menos un año. Pudo haberse tratado de la desaparecida prostituta Rose Wallace, pero su identidad no fue confirmada.
El 6 de julio de 1937 el organismo sin vida de un pordiosero sin cabeza se halló en el río Cuyahoga. El 8 de abril del nuevo año de 1938, y también a las orillas del río Cuyahoga, emergió un cuerpo femenino desmembrado. Su deceso había acaecido entre tres y cinco días atrás. La undécima víctima apareció el 16 de agosto de ese año en la calle nueve oeste, sobre el vertedero de la orilla del lago. El cadáver yacía troceado y su cráneo se ubicó a escasos metros. Otro cuerpo masculino fue detectado próximo a dónde se verificó el inicial hallazgo de aquella jornada. Estaba decapitado y su cabeza reposaba dentro de una lata.
A esta seguidilla de homicidios, que podrían tildarse de ‘canónicos’ o de muy posible comisión del Descuartizador de Cleveland, se podría añadir un crimen precedente motejado como la ‘Dama del Lago’; vale decir, un cadáver femenino descuartizado que se avistó flotando en el lago Erie en septiembre de 1934, y al cual varios estudiosos calificaron la ‘víctima cero’. No obstante, es discutible que esa muerte integrase el sórdido listado del ejecutor serial ‘Torso’.
El primer sospechoso
Eliot Ness no era un investigador de homicidios, o sea, no se ocupaba de efectuar las indagatorias en forma directa, sino de conducirlas. Para encargarse de tal cometido estaba el jefe de policía de la ciudad, George Matowich, el jefe de la brigada de homicidios, James Hogan, y otros pesquisas muy competentes entre quienes resaltaba Peter Merylo.
En 1937, cuando ya era inocultable que se trataba de la matanza de un sádico que no dejaría de matar hasta ser capturado, el veterano forense Arthur Pearse fue sustituido por Samuel Gerber, quien con el tiempo daría cima a una prestigiosa carrera profesional. Este galeno concordaba con Eliot Ness y con su predecesor en que todos los asesinatos eran obra del mismo ejecutor. También sugirió que aquel poseía conocimientos de cirugía, por lo que los pesquisas se enfocaron en revisar las historias de médicos con antecedentes psiquiátricos o con problemas ante la justicia. Se hizo seguimiento de sujetos que practicaban sexo pervertido o eran adictos al alcohol o las drogas.
Esta línea de investigación dio con un sospechoso: el doctor Francis “Frank” Edward Sweeney, un corpulento cirujano de mediana edad y oscura fama. El alcoholismo venía mellando su talante, mostraba una personalidad violenta, y corría el rumor de que era bisexual. Su maltratada esposa lo había abandonado, y los tribunales asignaron a la mujer la custodia de los hijos del matrimonio en el mes de septiembre de 1934; esa dolorosa decisión judicial pudo ser el detonante de su quiebre mental. Precisamente por esas fechas se halló el cadáver de la ‘Dama del lago’ o ‘victima 0’. Se supo, además, que aquel médico había atendido en un consultorio de Kingsbury Run, el ámbito donde se cometían los crímenes. Pero la policía no podía aplicarle rigores que hubieran pasado desapercibidos con otros reos de bajo rango, pues este individuo era primo de Martín Sweeney, poderoso senador demócrata, rival del alcalde republicano Harold Burton y oponente de las reformas emprendidas por Eliot Ness. Es más, aquel hombre esgrimió una coartada verosímil. y es que solía internarse de manera voluntaria en un hospital de Sandusky, población distante a ochenta kilómetros de Cleveland, y el período de sus reclusiones coincidía con la época cuando fue eliminada una de las víctimas.
El chivo expiatorio
Valdría a esta altura de nuestro relato, mencionar el triste destino sufrido por el único hombre acusado de estos delitos ante la opinión pública.
Se trató de Frank Dolezal, y su aprehensión se llevó a cabo al siguiente año de haber concluido los homicidios canónicos del ejecutor serial de Cleveland, o sea, en 1939, por orden de Martin O´Donnell, sheriff del condado de Cuyahoga que estaba casado con la hija de Martin Sweeney, el influyente congresista demócrata enemigo de Eliot Ness y del alcalde Harold Burton. El indagado era un pobretón residente de Kingbury Run con antecedentes por delitos menores. Había sido concubino y –según se dijo– proxeneta de la extinta Florence Polillo cuyo asesinato le sería endilgado. De paso, fue propuesto a la prensa de ser el responsable de los demás crímenes. Con su arresto el sheriff Martin O´Donnell buscaba enlodar la reputación del Director de Seguridad dejándolo como un inepto.
Según se pretendía, Eliot Ness con su sofisticado equipo de detectives, peritos y forenses a pesar de gozar de todo el poder de la ciudad, no había podido lograr lo que el modesto comisario de una pequeña localidad sí había conseguido. Por fin el abominable desmembrador contaba con un rostro visible, sus víctimas quedarían vengadas, y los asustados habitantes podrían respirar aliviados.
Pero se trataba de una farsa, como pronto se tornó evidente.
El sospechoso solo había admitió ser culpable forzado por las torturas que los policías le infligieron. Al mes y medio de su detención apareció ahorcado en su celda, y la autopsia comprobó que presentaba seis costillas rotas a raíz de las palizas con las cuales le fue arrancada la confesión.
Eliot Ness prosigue la fracasada persecución
Volviendo al penúltimo año de los crimenes, es decir, a 1937, y forzado por la presión pública, que le exigía capturar al homicida, el antiguo intocable dispuso que su grupo especial de detectives centrados en la caza del descuartizador recrudeciera con sus indagatorias. Los ya aludidos “desconocidos”, vestidos humildemente, se mimetizaban entre los pordioseros y deshedados elegidos como presas humanas, en procura de obtener valiosa información.
Pero el nucleo de sus afanes era ese emplazamiento que apiñaba a cientos de vagabundos: la ya referida zona de Kinsgbury Run. Se trataba de una extensa y desolada área de varios kilómetros en la cual, antes de la Gran Depresión de 1929, fungían prósperas industrias de fundiciones y de transporte de materiales para todo el país. Desde 1934 en adelante, sin embargo, reinaba la precariedad y la suciedad. Restos de hollín y de residuos malolientes se esparcían a lo largo del gran barranco u hondonada que atravesaba la zona este de la ciudad. La hondonada mostraba rastros de lo que constituyera el lecho del lago Erie. Luego se trazaron allí decenas de vías ferreas, que en su mayoría entonces estaban abandonadas, aunque todavía funcionaban algunos trenes. El intenso trasiego de gente que usaba esos ferrocarriles daría pie a que Peter Merylo, el detective más obsesiondo con resolver el caso, creyera que el ejecutor huía valiéndose de esos transportes después de perpetrar cada barbarie. Especulaba que el criminal podría ser un empleado de los trenes pues, en tal caso, dispondría de los medios y de la oportunidad para matar y escapar impune.
Transcurrieron los meses, llegó el año de 1938 y no surgían sospechosos. Pero ocurrió un suceso llamativo: a mediados de marzo de ese año un perro halló, en Sandusky, una pierna masculina cortada. Se dio aviso a David Cowles, jefe del Laboratorio Policial, quien recordó al extraño cirujano alcohólico ingresado en el Hospital de Veteranos de Guerra de esa localidad. Se averiguó que en dicha clínica la vigilancia era muy laxa y que, de hecho, aquel interno pudo haber salido fácilmente cuando ocurrieron algunos de los homicidios del Torso. Por otra parte, un recluso de la Granja Penitenciaria de Ohio llamado Alex Archaki, que le proporcionaba alcohol al médico a cambio de recetas de drogas, lo acusó de haberle confesado ser el victimario. Aunque análisis más meticulosos comprobaron que la pierna descubierta por el can no pertenecía a una víctima, sino que era fruto de una operación quirúrgica legítima, la investigación volvió a enfocarse sobre Francis Sweeney.
Antes Eliot Ness concretaría una drástica medida.
En la noche del 18 de agosto de 1938 comandó a su equipo de policías hasta el barranco de Kingsbury Road con las sirenas de sus coches resonando a tope, y desalojaron a cientos de moradores de las chabolas allí emplazadas. Se expulsó a los vagabundos, y a muchos de ellos se los arrestó a fin de tomar sus huellas dactilares. Mientras tanto, se procedió a incendiar todo aquel lugar para que el descuartizador no gozara ya de su coto de caza.
Aunque los periódicos criticaron ácidamente esa acción policial, el Director de Seguridad no cejó en su empeño. Dirigió sus esfuerzos ahora contra el único sospechoso que tenía. El 20 de agosto se arrestó a Francis Sweeney, a quien trasladaron a una suite del hotel Cleveland donde se le sometió a un estrecho interrogatorio. Lo examinaron mediante el polígrafo y el indagado no pasó la prueba, pero incluso así no se disponía de evidencia apta para ser presentada ante un tribunal. El detenido negó rotundamente ser culpable y no hubo más remedio que dejarlo libre. Dos días más tarde aquel hombre volvió a ingresar por propia voluntad en el hospital de Sandusky, y ya nunca más dejó de estar internado en ese hospicio o en otros. En 1955 se recluyó en el Hospital de Veteranos de Guerra de Dayton donde permaneció los últimos diez años de su vida, pues falleció en 1965.
Luego se sabría que desde esas clínicas psiquíatricas se dedicó a remitir cartas irónicas y desquiciadas al domicilio del ya retirado policía, en las cuales se valía, entre otros, del alias de ‘Némesis’. © Muy interesante.