Alexander Pichushkin mataba a golpes a sus víctimas y, tras cada crimen, marcaba el tablero con una moneda
“Estoy de luto por mi perro”. Esa era la excusa que Alexander Pichushkin utilizaba para acercarse a sus víctimas y ganar su confianza. Lo hacía después de merodear durante varias horas por el parque Bittsevsky, al sur de Moscú, hasta localizar a la persona correcta. Normalmente elegía a indigentes que pernoctaban en la zona y se apiadaban de la triste historia de su interlocutor. Nada les hacía sospechar que tras esa apariencia de hombre educado se escondía una mente retorcida y macabra. Cuando conseguía aislarlos, la emprendía a golpes con el mayor sadismo posible.
Tal era la saña con la que atacaba a estos desconocidos que utilizaba martillos, palos o botellas para destrozar sus cráneos. Tras los crímenes, este serial killer llegaba a casa, sacaba su tablero de ajedrez y tapaba uno de los casilleros con una moneda. Quería cubrirlos todos. Ese era el objetivo del apodado como ‘el ajedrecista asesino’.
Una vez que las víctimas habían ingerido bastante alcohol, Alexander las atacaba sorpresivamente por la espalda y las asesinaba a martillazos. Golpeaba con tal contundencia que llegaba a incrustarles parte del objeto en la cabeza. De ahí su famosa frase: “Me gusta el sonido de un cráneo partiéndose”. Tras los innumerables golpes realizados con un martillo, con una tubería y hasta con una botella de vodka, el homicida arrastraba los cuerpos hasta el alcantarillado. Allí abandonaba los cadáveres hasta que alguien los descubría.
“Me agradaba ver la agonía de las personas”, afirmó ante el tribunal. Alexander jamás negó que disfrutaba matando cruelmente a sus víctimas. Aquellas que sobrevivieron –tres en concreto- relataron su forma encarnizada de agredirlas. © Nación Forense.