Nacida en agosto de 1876, hija de un modesto sombrerero llamado Adam Zelle, apodado “el Barón” por sus delirios de grandeza, Margaretha tuvo una infancia tan feliz como inadecuada. A los 6 años, llegó al colegio más caro de la ciudad en una carroza tirada por cabritas blancas enjaezadas con cintas.
De adolescente, ingresó al Instituto Leyden de Ámsterdam. Con una exótica belleza heredada de su madre, pronto comprendió el poder que poseía. La leyenda cuenta que el director del centro, enamorado de ella a sus 16 años, la expulsó, y se fue a vivir con su tío. Para escapar de él, se casó a los 19 años con el Capitán Rudolf Mac Leod, acompañándolo a las Colonias de Java y Sumatra, donde aprendió las danzas nativas balinesas.
Después de cinco años de matrimonio, dejó a su marido alcohólico y regresó a Europa, a la París de la Belle Époque, donde, aprovechando su natural y enigmática belleza, inició una nueva vida como Mata Hari. Su audacia en los escenarios y su conocimiento de los sensuales bailes malayos la llevaron de ambientes sórdidos a lujosos cabarets y teatros, convirtiéndola en mito sexual parisino y cortesana de lujo en toda Europa.
Durante la Primera Guerra Mundial, su acceso a altos jefes militares le proporcionó información privilegiada sobre la política y el desarrollo de la guerra. Estos juegos peligrosos serían su perdición. Llamando la atención del Estado Mayor Alemán, fue captada como espía en la primavera de 1916, aceptando también convertirse en agente al servicio de Francia.
Descubierta por el espionaje británico, fue denunciada y detenida por las autoridades francesas en febrero de 1917. En un juicio sumarísimo y casi sin pruebas, fue condenada a muerte como chivo expiatorio de los desastres del Ejército Francés.
La madrugada del 15 de octubre, en el castillo de Vincennes, se cumplió la sentencia. No permitió que le vendaran los ojos ni la ataran, lanzando un beso de despedida a sus ejecutores. Así terminó su vida y comenzó su fascinante leyenda.© La historia es cultura