Entre 1915 y 1926, una enfermedad silenciosa se extendió por Europa, América y partes de Asia. Los síntomas eran extraños e inquietantes, y fue denominada encefalitis letárgica, una inflamación cerebral que parecía apagar lentamente la conciencia de quienes la padecían.
Todo comenzaba como una gripe común, con fiebre alta, dolor de garganta y fatiga. Sin embargo, era tan solo cuestión de días para que los síntomas se volvieran más desconcertantes, las personas empezaban a hablar con lentitud, a moverse como si el cuerpo les pesara toneladas, incluso algunos caían en un sueño profundo del que no despertaban. Otros quedaban atrapados en un estado de catatonia, con los ojos abiertos y sin reaccionar a nada. Era como si el cerebro se desconectara de la vida misma y de todos loa sentidos, dejando al cuerpo suspendido entre la vigilia y el silencio.
Los hospitales se llenaron de pacientes que no podían caminar, hablar ni responder, se estima que más de 500,000 personas fallecieron, y millones más quedaron con secuelas neurológicas graves. Algunos sobrevivientes vivieron décadas en estado semiconsciente, como si el tiempo se hubiera detenido para ellos.
Lo que desconcierta a los investigadores al día de hoy es como desapareció, pues después de 1926, la epidemia se desvaneció sin explicación alguna. No hubo vacuna, ni tratamiento efectivo, simplemente, dejó de aparecer.
Décadas más tarde, en los años 60, el neurólogo Oliver Sacks trató a algunos de estos pacientes con levodopa, un medicamento usado para el Parkinson. Por un breve tiempo, muchos “despertaron”, hablaron, caminaron, incluso recordaron, pero el efecto fue transitorio, ya la enfermedad había dejado huellas demasiado profundas.
La encefalitis letárgica es uno de esos capítulos inconclusos de la historia medica sin respuesta. Una situación que paralizó cuerpos y mentes, que desafió a la ciencia y que, por alguna razón, fue olvidada por el mundo.


















