Su asesinato sin resolver fue el más famoso y más tratado por el cine. En 1947, aparece en Los Ángeles el cadáver mutilado de Elizabeth Short, una aspirante a actriz de 22 años. Su cuerpo está seccionado por la mitad y está desangrado, lo que lleva a que la policía sospeche de varios médicos.
Sin embargo, y a pesar de que hubo muchas confesiones de gente que buscaba notoriedad, la identidad del asesino de la Dalia Negra sigue sin averiguarse. James Ellroy lo incluyó en una de sus novelas del ‘Cuarteto de Los Ángeles’ y periódicamente vuelve a haber intentos de resolverlo, sin éxito. La alta criminalidad de la ciudad en aquella época y la gran cantidad de gente que llegaba buscando una oportunidad en Hollywood no ayudaron demasiado a que la investigación pudiera avanzar.
De un maniquí roto a una muerte atroz
El invierno se hacía sentir aquella mañana del 15 de enero de 1947. Eran las 8:40. Betty Bersinger caminaba junto a su pequeña hija por Leimert Park, un distrito del sur de Los Ángeles cuando en un descampado de la Avenida Norton, entre las calles Coliseum y West 39th. creyó haber encontrado un maniquí desarmado.
Pero no era una muñeca de plástico sacada de una vidriera. Era el cuerpo de Beth, como la llamaba su familia. Un cuerpo que había sido cortado por la mitad a la perfección. Que no tenía una gota de sangre. Que estaba dispuesto de una manera inusualmente macabra.
Sus restos habían sido llevados hasta ese baldío y estaban acomodados de una forma en extremo extraña. Sus brazos doblados en ángulo hacían que sus manos quedaran por encima de la cabeza. Estaba golpeada, quemada con cigarrillos y la autopsia concluyó que había sido torturada durante al menos tres días.
Le habían extirpado el corazón, el bazo y los intestinos; su pezón izquierdo estaba mutilado y tenía el abdomen cortado por encima de la entrepierna. La vagina estaba bloqueada por un trozo de ella misma. Sus piernas habían sido fracturadas por los golpes de un bate.
Su rostro, bello, estaba tajeado desde la comisura de los labios hasta las orejas. Un horrendo corte que se conoce como “la sonrisa de Glasgow” que le daba una apariencia siniestra.
El asesino había dejado pistas. La Policía halló una huella de zapato hundida en la tierra, marcas de neumáticos de un auto y una bolsa de cemento con restos de agua ensangrentada.
¿Cómo llegó hasta allí? ¿Quién hizo esos cortes tan perfectos como espantosos? ¿Por qué fue ella la elegida? Preguntas que aún hoy, 74 años después, siguen sin repuesta. Hubo varios sospechosos y más teorías, pero el asesinato de “La Dalia Negra” nunca se resolvió.
¿Quién era Elizabeth Short?
Elizabeth Short nació el 29 de julio de 1924 en un hogar acomodado de Hyde Park, Massachusetts. Creció en Medford, una ciudad cercana en la que se instaló junto a su madre, Phoebe Mae Sawyer, y sus cuatro hermanas luego de que su padre, Cleo Short, las abandonara en 1930.
El hombre era dueño de un negocio de juegos de mini golf pero perdió todo luego del crack del 29, el colapso de Wall Street que generó una gran depresión que se extendió por más de diez años en Estados Unidos. Indiferente e infeliz, Cleo simuló un suicidio y se alejó de la vida familiar.
A pesar de vivir en la pobreza, su madre siguió aferrada a un pasado de abundancia al que sabía que nunca podría volver. Por eso, les transmitió a sus hijas grandes apetencias económicas. Elizabeth fue su mejor alumna.
Ambiciosa, Beth adoraba el dinero. Así, seducida por las luces y el encanto de esas películas que veía en el cine desde niña, siempre deseó convertirse en una actriz conocida. Y millonaria.
En 1943, cuando apenas había cumplido 19 años, su padre reapareció. Ella fue la única que perdonó su mentira y se fue con él a Vallejo, en California. Estaba un paso más cerca de Hollywood, la meca a la que aspiraba para cumplir su sueño.
Luego, juntos se mudaron a Los Ángeles. La convivencia no fue fácil. Pronto, la joven se dio cuenta de que por parte de su padre sólo había interés. Lo único que quería era que ella limpiara, cocinara y lo cuidara.
Nada más lejos de los anhelos de Elizabeth que, en cuanto consiguió un trabajo de mesera, se fue a vivir a lo que hoy es la base de la Fuerza Espacial Vandenberg, cerca de Lompoc. En septiembre, pocos meses después, fue detenida por beber siendo menor de edad.
Durante los tres años siguientes fue casi una nómade. Su vida osciló entre California, la casa de su madre y Miami, un lugar que le resultaba familiar ya que ahí pasaba los veranos cuando era niña.
Justamente en Florida conoció a Matthew Gordon, un piloto de la Fuerza Aérea que le propuso casamiento. Pero en una vida que no se caracterizó por los finales felices, este fue el primero: el joven murió en un accidente aéreo en agosto de 1945.
Pero Beth había decidido que ninguna desgracia frustraría su proyecto de convertirse en diva. Fue así que pronto se reconcilió con un antiguo novio y regresó a California. Las cosas no funcionaron como ella esperaba y se separaron. Ese fue el principio del fin.
La arriesgada búsqueda del sueño americano
Apostó el todo por el todo. En Los Ángeles, donde pasó sus últimos seis meses, vivía donde podía, trabajaba de lo que conseguía. Detrás de las luces que encandilaban a miles de jovencitas ofreciéndoles lujo y glam, se escondía una ciudad ruin, difícil, que exigía mucho a cambio de muy poco.
Lejos del brillo del Star System al que aspiraba, Beth dormía en hoteles baratos o pensiones de mala muerte. Lo que ganaba lo invertía en ropa y make up. Empezó a vestirse de negro -contrastaba con piel extremadamente blanca- y adoptó un look de vampiresa que, creía, la destacaba del resto. Nunca perdió la esperanza de que algún cazatalentos la descubriera.
La última vez que se la vio, salía del Hotel Cecil.
De día era camarera. De noche, recorría hoteles de lujo, bares de moda y clubes nocturnos dejándose ver. Estaba convencida de que el golpe de suerte al fin llegaría. Y en eso andaba cuando el destino la cruzó con su asesino.
El 9 de enero de 1947 tomó una copa en el Hotel Cecil -sí, el mismo en el que en 2013 murió Elisa Lam- y salió de allí a eso de las 10 de la noche. Con su caminar seductor y contoneante cruzó el lobby, pasó la puerta, salió a la calle. Nunca nadie más la vio viva.
La Dalia Negra
La horrenda estampa de su asesinato conmocionó a la ciudad. En cuanto su cadáver fue encontrado, los diarios se adueñaron del crimen. Era la fábula perfecta de la inocente aspirante a actriz que terminaba mal. En una época de portadas con títulos sensacionalistas y cuerpos cubiertos de sangre, el caso era lo que necesitaban.
La prensa le inventó una vida de alcohol, juerga y prostitución que nunca se comprobó y que sólo entorpeció la investigación. Le crearon una historia de excesos que no le era propia. Tanto fue así, que pocos recordaban su nombre. Después de su muerte, Elizabeth dejó de ser Elizabeth. Y pasó a ser “La Dalia Negra”.
La llamaron así por el nombre de una película que hacía poco se había estrenado. Protagonizada por Verónica Lake, “La Dalia Azul” trataba sobre la desaparición y muerte de una joven. La similitud entre su argumento y este hecho les dio la idea. La costumbre de Beth de vestirse de negro terminó de completarla.
La fallida investigación
El morbo de la mutilación, la grotesca y teatral escena del crimen, y la notoriedad del hecho generaron una catarata de denuncias. La Policía de Los Ángeles se vio desbordada de testimonios que, difícil de creer, se autoincriminaban como asesinos. Y si no eran ellos, había sido algún pariente.
Los investigadores recibieron demasiados datos falsos. Estas insólitas confesiones sumadas a los rumores que dejaba correr la prensa sólo pusieron más trabas a un caso que estaba destinado a no resolverse.
Uno de los sospechosos fue Mark Hansen, el dueño de un nightclub al que ella solía ir. La había visto el 8 de enero y se comunicaron telefónicamente al día siguiente. Él y su novia eran amigos de Beth e, incluso, la habían alojado en su casa varias veces cuando ella no tenía dinero para pagar una habitación. Admitió que había intentado tener sexo con la joven. Pero no había tenido éxito.
Todos los hombres que figuraban en su agenda fueron investigados. Sólo tres se habían acostado con ella.
El último, Robert Manley, era un muchacho de 25 años que estaba casado. Le dijo a la Policía que la había encontrado caminando el 8 de enero y que, como ella no tenía un lugar adonde dormir, la llevó a un motel.
Entre ellos, aseguró, esa noche no había pasado nada. De hecho, su esposa declaró que esa noche Robert había dormido en su casa. Por la mañana, la llevó a la terminal de autobuses a dejar su equipaje en consigna y luego la había dejado en el centro de la ciudad.
La historia se enredaba. El límite entre la verdad y la mentira era cada vez más difuso. Llegó a haber 22 sospechosos y 250 agentes trabajando en la investigación. Pero ninguna pista parecía avanzar.
Nadie estaba exento. Incluso su padre fue investigado. Fogoneadas por la prensa, circularon versiones en las que Orson Welles y el artista Man Ray quedaban en la mira. Sólo aportaron más confusión.
La demora en conseguir resultados exasperó al asesino. O a alguien que decía serlo. El 23 de enero de 1947 llamó al director de Los Angeles Examiner, para decirle que estaba preocupado porque consideraba que no estaban tratando bien el tema y ofreció enviar objetos de la joven.
Al día siguiente, llegó un paquete al diario. Adentro estaban el certificado de nacimiento de Beth, fotos, tarjetas, recortes que informaban la muerte de su novio piloto y una agenda.
En algún momento entre el 10 y el 15 de enero, los días en los que estuvo desaparecida, quien la había matado retiró la valija de la estación de ómnibus sin que nadie se diera cuenta. Las pertenencias de la joven estaban en su poder.
Quien quiera que fuera, durante mucho tiempo siguió mandando cartas al periódico. Las firmaba como “El vengador de la Dalia Negra”.
¿Encontraron al asesino?
Para algunos, su muerte había sido el resultado de una cita violenta; para otros, parte de un juego de perversiones en el que ella no supo jugar. Lo cierto es que pasaron más de cincuenta años y el interés por “La Dalia Negra” se fue diluyendo.
Ninguna pista llegó a nada. Hasta que a poco de comenzar un nuevo siglo, un descubrimiento desempolvó el caso.
Las fotos de Elizabeth Short que Steve Hodel encontró en un álbum de su padre. Foto: AP Photo/Ric Francis
Era 1999, Steve Hodel, un detective de homicidios de Los Ángeles, estaba poniendo en orden algunos papeles de su padre, George Hodel, que recientemente había fallecido. Entre los recuerdos, en un álbum personal, encontró dos fotos de Elizabeth. De inmediato inició una investigación en contra de su propio padre.
Luego de dedicarse a analizar la evidencia del caso, en 2003 publicó “Historia verdadera: el vengador de La Dalia Negra”. En el libro mostró los resultados de la minuciosa investigación y concluyó que él había sido el asesino.
George Hodel fue un cirujano famoso. Entre sus pacientes se encontraba lo más granado de Hollywood. Atendía a ricos y famosos. Y conocía todos sus secretos.
Había sido un niño prodigio con un coeficiente intelectual privilegiado. En 1936 se recibió de médico y llegó a tener su propia clínica. En los años ’20 tuvo dos matrimonios y dos hijos. En 1940 se casó de nuevo y tuvo más hijos.
La familia vivía Casa Sowden, una imponente mansión con un enorme sótano en el que mantenía largas fiestas sexuales y en la que practicaba la poligamia ya que allí también estaban sus dos ex mujeres.
En 1949, su hija de 14 años lo acusó de abuso sexual. En ese momento, tres testigos declararon que habían visto al padre teniendo sexo con la hija, pero no sirvió de nada. Los cargos fueron dejados de lado gracias a los contactos del médico.
Los resultados de las pesquisas de Steve Hodel fueron relevantes. La caligrafía de las cartas que habían recibido los periódicos y la de su padre eran similares. Durante los días en los que ocurrió el asesinato la familia estaba de vacaciones y George se había quedado solo.
En esa época, también, por unos trabajos que estaban realizando, había bolsas de cemento en la casa similares las que encontraron al lado del cadáver.
Otro dato que le llamó la atención fue que su padre manejaba un Packard Sedan negro del ’36, un vehículo similar al que algunos vecinos habían visto cerca del terreno en el que encontraron el cuerpo.
Además, el médico era un gran admirador del surrealismo y entre sus amigos se encontraba el pintor Man Ray con quien compartía su interés por el sadomasoquismo y la estética de lo macabro. En este sentido, la horrenda posición en la que encontraron el cuerpo le recordó al investigador un cuadro del pintor: El minotauro.
Pero esto no fue todo. Un tiempo después, Steve Lopez, un periodista de Los Ángeles, tuvo acceso a información clasificada sobre el crimen. En esa carpeta policial se confirmaba que George Hodel había sido uno de los seis sospechosos que habían estado bajo vigilancia.
La transcripción de una de las escuchas que le realizaron decía: “Date cuenta de que no había nada que pudiese hacer, puse una almohada sobre su cabeza y la tapé con una sábana. Conseguí un taxi. Murió a las 12:59. Pensaron que había algo extraño. Bueno, ahora pueden haberlo descubierto. La maté”.
En otra, el médico afirmaba: “Suponiendo que matase a la Dalia Negra, no pueden demostrarlo ya. Ya no pueden hablar con mi secretaria porque está muerta”.
Pero, ¿por qué la mató? Para Steve, fue un crimen pasional. Elizabeth y Hodel se había conocido en 1946. Él estaba fascinado con la belleza de la joven; y ella, con los favores de su nuevo amigo. No era el hombre de su vida, lo sabía. No obstante, se dejaba ayudar económicamente y envolver en su mundo de lujo.
Él sabía que no era correspondido, pero aun así siempre la complacía. Tiempo después, parece que le propuso matrimonio y Short, sin querer herir sus sentimientos le dijo que lo pensaría. Así, alimentó las esperanzas de un hombre que, cuando vio que no era aceptado, la mató por celos.
Nuevos testimonios, más datos y la confirmación de que los vínculos del médico con la Policía de Los Ángeles habían entorpecido la investigación. La nueva evidencia parecía contundente. Sin embargo, no fue suficiente. No todos están convencidos de que George Hodel haya sido el asesino.
Como un rompecabezas infinito en el que algunas piezas encajan y otras no tanto, el caso se convirtió en uno de los enigmas más intrigantes de las últimas siete décadas. Inspiró libros, novelas, series y películas. Oficialmente, nunca se cerró. Pero sí dejó al descubierto una trama perversa de machismo, poder, corrupción y abusos.
Elizabeth Short sólo quería ser famosa. Desgraciadamente, lo logró. Fuente: Clarín.