Para la Justicia de los Estados Unidos, Genene Jones mató a sesenta niños en los hospitales de Texas durante la década del ochenta. Era una enfermera que trabajaba en salas de cuidados intensivos y que era considerada seria y de confianza por sus empleadores. Durante sus turnos, la mortalidad infantil crecía de manera sospechosa
Genene Jones está por cumplir 71 años, es enfermera pediátrica y morirá en la cárcel.
En 1984 fue condenada, primero, a casi un siglo de prisión y, luego, a seis décadas más por las drogas que inyectó a dos pequeñas víctimas. A una le ocasionó la muerte; a otra, lesiones graves. No fueron las únicas.
Cada niño que caía en sus manos corría el serio riesgo de convulsionar, dejar de respirar y tener un paro cardíaco. Lamentablemente, hasta que descubrieron su accionar pasó demasiado tiempo.
Los que siguen indagando su conducta en el pasado creen que en sus espaldas pueden colgarse, al menos, 60 crímenes más de seres indefensos, que en vez de ser salvados en la terapia intensiva pediátrica de un hospital, sucumbieron bajo las manos de quien debía cuidarlos.
Su primer trabajo como enfermera fue en el Hospital Metodista de San Antonio, Texas. Duró solamente ocho meses. Fue despedida por su carácter tempestuoso y el hecho de que quisiera tomar decisiones inconsultas con sus superiores.
Después de esa corta experiencia recaló, el 30 de octubre de 1978, en la unidad de cuidados intensivos pediátricos del hospital del condado de Bexar.
En el tiempo que llevaba trabajando allí fue sorprendida en ocho errores graves. Entre ellos, dar el medicamento equivocado a un paciente internado. Estuvo a punto de ser echada, pero la jefa de enfermeras, Pat Belko, le tenía simpatía. La confianza de Pat la empoderó y la volvió más audaz. Sus actitudes motivaron que varios de sus compañeros solicitaran ser transferidos de área.
Cuando el doctor James Robotham, un pediatra de 33 años, fue nombrado director del hospital de Bexar, en 1981, la puso a cargo de los pacientes pediátricos más graves. Él venía del renombrado John Hopkins Medical School de Baltimore, dispuesto a trabajar 24 horas sin parar. Si lo llamaban de madrugada no solo les decía a los médicos de guardia qué hacer; iba personalmente a supervisar. De carácter volátil e inteligencia brillante, admiró desde el principio la pasión con que Genene ejercía la enfermería.
Al principio, el creciente número de muertes infantiles, no le llamó la atención a Robotham. En cambio, los colegas de Genene, sí la miraban de reojo. Le tenían desconfianza y, en broma, comenzaron a llamarla “El turno de la muerte” porque, en su guardia, chicos que llegaban sin patologías severas de pronto morían. Otros la apodaron “El ángel de la muerte”. Pero ni Pat ni Robotham, ambos calificados especialistas, prestaron atención a los chismes de los empleados. Creían que estaban motivados por la envidia o los celos. Pecaron de extrema ingenuidad. ¿Por qué morían tantos bebés? Había, incluso, quienes sugirieron la posibilidad de que hubiera algún germen en el aire que lo explicara.
Una mañana de octubre de 1981, luego de terminar su guardia nocturna, la enfermera Suzanna Maldonado tocó la puerta de su jefa Pat Belko. Belko no toleraba a Maldonado, pero tuvo que escuchar lo que le dijo: en la unidad de cuidados intensivos estaban muriendo demasiados bebés. ¡Alrededor de 11 habían fallecido solo en el turno tarde y todos estaban al cuidado de Genene Jones! Maldonado sostenía: “Si los bebés están tan enfermos ¿porque no mueren conmigo o con otro? Siempre mueren con ella”.
El 10 de octubre de 1981 el bebé de seis meses José Antonio Flores, murió en terapia a las 5.22 de la madrugada. Había entrado el 6 de octubre vomitando, con diarrea y deshidratado. En su tercer día de internación tuvo convulsiones. Decidieron hacerle escaneo del cerebro. Mientras lo llevaban hizo un paro cardíaco. Los médicos lo revivieron y notaron que estaba sangrando de manera incontrolable. Hizo otro paro cardíaco y, aunque intentaron reanimarlo durante 52 minutos, no pudieron. El sangrado sin causa aparente parecía haber provocado que se le detuviera el corazón, pero no se le hizo autopsia.
El 22 de diciembre de 1981 Doraelia Rios, de dos años, falleció a las 20.12. Había sido internada, en varias ocasiones, por cirugías gastrointestinales. Entró deshidratada y con diarrea. Fue tratada con antibióticos y fluidos, pero tuvo un ataque cardíaco. Genene estaba con ella y fue quien escribió en el libro de enfermería: “Una leyenda en su propio tiempo. ¡Feliz Navidad Dora! Te quiero. Jones”.
El 27 de diciembre del mismo año Rolando Santos de cuatro semanas de vida entró al hospital con neumonía y problemas respiratorios. Lo pusieron en un respirador. El 30 de diciembre convulsionó, pero los estudios no revelaron nada en su cerebro. Poco después tuvo un paro cardíaco y lograron reanimarlo. El primero de enero de 1982 su presión bajó de pronto y empezó a tener problemas de coagulación. Un joven pediatra especialista en endocrinología, Kenn Copeland, pidió estudios de laboratorio inmediatos para confirmar o descartar la presencia de heparina en el menor. Dieron positivo. Cuando el 10 de enero volvió a ocurrir lo mismo Copeland llamó a la farmacia del hospital y pidió un medicamento para usar como antídoto. Rápidamente lo estabilizó y el 12 de enero pidió que el pequeño fuera trasladado fuera de esa terapia intensiva. No lo hicieron. Cuando Copeland volvió a hacer sus rondas y lo vio allí, se enfureció. Supervisó él mismo el traslado a una sala pediátrica común. Cuatro días después fue dado de alta.
Copeland le salvó la vida. Ahora sabían que había mal uso de la heparina en el sector. Todo apuntaba a Genene… pero no tenían demasiadas pruebas.
Mientras duró la investigación las inexplicables muertes siguieron sucediendo. Chicos que parecían estables morían de repente. Dejaban de respirar, se les detenía el corazón o sus mecanismos de coagulación enloquecían. Se descubrió que entre mayo y diciembre de 1981 al menos diez chicos habían muerto inexplicablemente y las diez veces Genene había estado de guardia y a cargo de ellos
En 1982, la doctora Kathleen Holland tenía que armar unos consultorios pediátricos en Kerrville, Texas. Ella, la hija de dos empleados de una fábrica, se había convertido en doctora y tendría su propia clínica… ¡Lo había logrado! Necesitaba contratar como mano derecha a una enfermera experimentada. Su primera opción fue una mujer que pretendía ganar 8,35 dólares la hora. Le pareció mucho. Cuando entrevistó a Genene Jones, a quien conocía por haber trabajado con ella en Bexar, y ella le dijo que aceptaba por 5 dólares por hora, no lo pensó demasiado y la empleó. Genene tenía suficiente experiencia, era justo lo que ella necesitaba. Aunque el doctor Robotham del hospital de Bexar en San Antonio (hoy llamado Hospital Universitario de San Antonio), le había advertido sobre las sospechas que había sobre Genene y le había aconsejado cuidarse de ella, Holland no le hizo caso. Sentía que Genene Jones sabía mucho, era hábil trabajando y se anticipaba siempre a lo que podía ocurrir. Además, le cerraba económicamente.
El caso de Chelsea, una bebé de 15 meses, que murió mientras era trasladada a otro centro médico de alta complejidad, cambió el curso de esta historia de terror.
Chelsea Ann era la segunda hija de la pareja McClellan y había nacido prematura el 16 de junio de 1981. La primera vez que Chelsea asistió al recién estrenado consultorio fue el 24 de agosto de 1982. Era la segunda paciente del centro. Mientras su madre hablaba con la doctora y ella jugaba con Genene fuera del consultorio, tuvo una convulsión y fue derivada a un hospital. Los McClellan estuvieron muy agradecidos a la doctora Holland y a la enfermera que habían salvado la vida de su hija. Para la clínica pediátrica que recién arrancaba, lo ocurrido era excelente publicidad. Genene, a quien le gustaba llamar la atención, estaba exultante.
El 17 de septiembre Chelsea volvió a los consultorios. Esta vez su madre llevaba a su hermano Cameron que estaba con gripe. Pero la doctora le había pedido que llevara también a Chelsea a vacunar. Le darían dos de las vacunas del calendario. La enfermera Genene llenó la jeringa y le puso la primera inyección en el muslo izquierdo. En segundos Chelsea tuvo problemas para respirar. Petti su madre se dio cuenta y le dijo a Genene que había algo mal en la respiración de su hija: “Espera, espera… ¡está teniendo problemas para respirar!”, dijo Petti para frenar la segunda vacuna. Esperaron y cuando pasó el susto, Genene aplicó la otra vacuna. Chelsea dejó de respirar en forma inmediata.
La ambulancia llegó en minutos y lograron que volviera a respirar. La derivaron al hospital. En la ambulancia iba la pequeña con Genene; en otro auto iban los padres y, en un tercero, la doctora. En un momento, la ambulancia se detuvo al costado del camino. El monitor está mostrando una línea plana. La doctora Holland bajó corriendo de su auto y ante la mirada de los impotentes padres le hicieron maniobras de resucitación y le inyectaron drogas. Como no consiguieron respuesta, siguieron de inmediato camino al hospital donde otros médicos intentaron revivirla durante veinte minutos.
Chelsea había muerto. En el entierro de la pequeña estarían presentes la enfermera y la doctora. Los padres no sospechaban nada.
Los casos siguieron sucediendo día tras día. Chicos que llegaban para una consulta habitual y en minutos estaban al borde de la muerte.
Por esos mismos días, un comité interdisciplinario armado en el hospital de San Antonio, empezaba una investigación más exhaustiva de las muertes de la terapia intensiva. Se reunían en secreto. Estaban examinando las muertes de 94 chicos entre 1981 y 1982.
El comité llegó con sus incógnitas hasta la clínica de la doctora Holland a quien le preguntaron por el uso de succinilcolina, un relajante muscular que suele ser usado como un anestésico y que, si es erróneamente administrado, puede ser fatal
En otro juzgado, se comenzó a investigar más muertes. Los casos se contaban por decenas, era algo impresionante.
Genene estaba en la mira. La dedicada enfermera de 33 años, que vivía en una casa rodante de dos dormitorios, se había casado hacía poco con un enfermero de 19 años. Por supuesto, negaba todos los cargos que se le hacían y endilgó las muertes de los bebés a la desidia de los médicos.
En el juicio en 1984 quedó comprobado que, delante de la propia madre de Chelsea, le había aplicado succinilcolina a la bebé. Petti McClellan relató que vio que su hija “quedó flácida, como una muñeca de trapo, dejó de respirar mientras me miraba intentando gritar ¡mamá!”.
Genene fue declarada culpable por haber causado la muerte de Chelsea y por lastimar a siete chicos más. La condenaron a la máxima pena posible: 99 años de prisión.
A todos les quedó claro que detrás de la habilidosa y dedicada enfermera habitaba un monstruo que actuaba con total impunidad. Compartido por Por Luis Oscar Romero Sánchez.