El abandono, la entrega al bisexualismo de Simone de Beauvoir que acabamose descubrir literalmente in extenso y de su propia voz, nos ha dejado amargamente perplejos.
Y no por el fenómeno en sí que, al fin y al cabo, sin dejar de ser discutible, es respetable, sino por provenir de quien proviene, un viejo modelo de modelos de la más alta y calificada estirpe intelectual, una de las más connotadas representantes femeninas del siglo xx, una encopetada dama tradicionalmente catalogada y concebida como mujer-mujer, en fin, una pensadora, una filósofa de la moral.
Su lesbianismo confeso, pero sobre todo su bisexualismo afrentoso, rayan en lo extravagante, raro y antinatural y son abiertamente repelentes. De un lado, esta ambivalencia sexual denota un sentido práctico y vulgar de la deslealtad y la infidelidad y, del otro, acusa en ella un temperamento dominante, frío, calculador y utilitarista.
Con razón en todo el mundo, a partir de la publicación de sus Cartas a Sartre [Gallimard 1990-Lumen en español 1996], ya comienza a escucharse la voz cada vez más alta de una protesta generalizada contra la mujer que, aunque auténtica, honesta, valiente, inteligente y constante en la vida y para la vida de Sartre, no dejó a un mismo tiempo de ser manipuladora e inescrupulosa en las relaciones con los demás, pero particularmente con su amante de 50 años.
Y se escuchan voces fuertes, voces tan fuertes como la de Libération, destacado y muy resonante diario cofundado por el propio Sartre en 1973, el cual anuncia así la aparición, de entre otros libros de la Beauvoir, de estas Lettres à Sartre : ABUSO DE BEAUVOIR. Dos volúmenes de cartas dirigidas a Sartre, un diario de guerra : tres textos inéditos del Castor que ofrecen la imagen de una vida llena de intrigas y planes insignificantes, de una mujer machista y mezquina.
Así como hace algunos días nos referíamos en privado a ese perfil tierno y amoroso que descubrimos en su trato con Sartre y que se refleja en todas y cada una de las misivas al filósofo, así debemos referirnos ahora, en público, con asombro y desencanto, a su safismo manifiesto, a esa sobredosis de realismo cínico, de sexo indiscriminado, de desfachatez ofensiva que se blande y desnuda en estas póstumas Cartas a Sartre.
Nathalie Sorokine, la Lise de las Memorias, apenas una ingenua niñita rusa, exalumna suya, ahora su seudodiscípula a quien bajo el pretexto de enseñarle a Leibniz deslumbra y seduce, vive encandilada por la inteligencia y la sabiduría de Simone de Beauvoir, pero ante todo por sus conocimientos en filosofía y su relación con el ya famoso Sartre de La náusea, novela que viene no hace mucho de ser publicada. La sigue, la persigue, la imita y finalmente cae en el encanto de sus palabras, de sus ideas y de sus besos.
Entra pues, esta jovencita, a hacer parte muy dulce del séquito de mujeres jóvenes de las cuales Simone de Beauvoir se hace rodear para darle rienda suelta a sus instintos sexuales y a su portentoso pero vanidoso ego intelectual. No importa si algunas de ellas han mantenido o mantienen con su amante Sartre iguales asuntos amorosos, como es el caso de Olga Kosakiewics, con quien conformaran el famoso trío en 1936, y a quien ella simplifica en sus cartas llamándola K, y su hermana Wanda, y a quienes para referirlas en conjunto identifica como a las Kos o, en fin, a Louise Védrine (Bianca Bienenfeld), trastornada ésta con el manejo del pensamiento de Sartre que su profesora le blandía con encanto. Y todas ellas, curiosamente, antiguas alumnas suyas.
Por ello mismo no es extraño que en junio de 1943 Simone de Beauvoir haya sido suspendida de sus clases y expulsada de la Universidad bajo la acusación de pervertir menores. Y es por entonces, en medio de la embriaguez de aquellas relaciones contingentes pero tiernas y apasionadas, cuando le escribe a Sartre para que lo sepa, aunque según parece por acuerdo mutuo, esta pequeña anécdota, este nuevo pero ya rutinario encuentro con su tierna Sorokine, a la que naturalmente veía sin permitírselo saber a sus simultáneas amantes :
En aquel momento empezamos a darnos besos y, sin deseo alguno, por escrúpulos, le pregunté si quería que tuviésemos relaciones completas, tal y como lo dijimos ; ella dijo : Como usted quiera, entonces me limité a los abrazos ordinarios. Al cabo de un cuarto de hora se puso a dar puñetazos en la pared, a retorcerse de nervios, a sollozar un poco sobre los cojines. Le dije que a mí me estaba muy bien tener relaciones más completas pero que no quería hacer nada que a ella no le gustase. No tendríamos que ser hipócritas, gimió. Empecé a desvestirla y ella me dijo : Apague la luz por favor. Le dije que si quería parábamos. No, con la condición de apagar la luz. La apagué, al cabo de un momento me preguntó con mucha educación : ¿ Y a usted, le importaría desvestirse ?. Me quité la blusa ; acto seguido dijo, esta vez sin hipocresía, con el gusto por las cosas claras : ¡ Bueno ! ¡ Vale ! Puestos a hacer, hay que llegar hasta el final, pero no encienda la luz. Y, desnudas, nos metimos en la cama ; le hice caricias íntimas, breves ; después charlamos, era extraño y agradable ; al parecer, le interesaba más como experiencia que por el placer que le daba ya que la timidez la congelaba ; me preguntó si me acostaba de aquella manera con usted, si no me molestaba, si usted se paseaba desnudo por la habitación (dije que no) ; tiene toda la apariencia de ser virgen, desconfiando del macho y sintiéndose incómoda con su propio cuerpo. El momento en que uno se desviste y cuando se vuelve a vestir es ridículo, dijo. No se trataba de una pasión loca, estaba sobre todo contenta porque aquello quedaba totalmente íntimo y porque ella quería una completa intimidad. Yo estaba fascinada, realmente la quiero mucho. Me dejó a medianoche radiante y con dinero para el taxi.
Esta escena ocurrió en la noche del jueves 4 de enero de 1940. Esta vez era con una chiquilla. El domingo 18 de febrero del mismo año, un poco más de un mes después, le cuenta a Sartre su marido, su amante, su amor esencial, sobre su reencuentro con Jacques-Laurent Bost [1], otro jovenzuelo discípulo de Sartre cuando éste fuera profesor en el Havre y quien, movilizado por la guerra, venía a París gracias a una breve licencia otorgada por el ejército :
Nos marchamos [ Bost y Simone de Beauvoir ] a las once y estuvimos durmiendo en el hotel Oriental, en la place Denfert-Rochereau, encima del café verde del mismo nombre. Es bastante lujoso, ascensor, bellas habitaciones caldeadas con cortinajes de terciopelo y encajes rosas. Tuvimos una noche tierna y apasionada, como era de esperar, y yo dormí mal por culpa del asfixiante calor y creo que también por los nervios. Por la mañana nos quedamos bastante rato en la cama…
No es de extrañar entonces que los consuetudinarios enemigos de la pareja existencialista, pero sobre todo los de la Beauvoir, vengan a decirnos ahora, al leer estas cartas escritas entre 1930 y 1963, que esta mujer violaba todos los valores que intentaba teorizar, y que en lugar de libertad, practicaba el despotismo y el machismo, en lugar de militancia política, una vida sibarita plena de placeres mundanos, dentro de un chocante olvido por lo social, y en lugar de la autenticidad, la mentira.
Francamente, sobre las diversas opiniones, los disímiles conceptos y los encontrados sentimientos, todos ellos probablemente objetivos que pueda arrancarnos esta conducta aberrante, delirante y torcida, egocentrista y trastornada y un tanto canalla, pero en todo caso a todas luces arrebatada y loca de la gran Simone de Beauvoir, que entre el diablo y escoja.
[1] Aparte de sus relaciones con Bost, existieron numerosos otros hombres con quienes alternaba y variaba sus relaciones homosexuales. Entre los más notables, nunca disimulados o encubiertos, ni por ella ni por Sartre, están el español Fernando Gérassi, el francés Claude Lanzmann y el norteamericano Nelson Algren. ©La Net.