Alex tiene cincuenta años y, desde hace un mes, se ha enamorado de un chico de veintiseis. Los dos se aman pero a Alex le pesan sus años, sobre todo cuando se mira al espejo y compara sus arrugas con la tersura de Santiago. No es competencia con su chico, sino es una competencia con èl mismo, que el tiempo desgraciadamente le hace perder.
A Santiago no le importa esa situaciòn y ama sus arrugas como a las flores màs bellas de su jardìn. Alex sufre y por sentir tanto dolor olvida la oportunidad que la vida, esa vez, le brinda para ser felìz.
Su hermoso muchachito le ha dicho que si èl no fuera asì, tal vez no lo amarìa tanto y Alex se alegra por un momento, pero de pronto se siente màs joven otra vez.
Los dìas pasan, el amor aumenta y se acrecienta el querer, màs aùn, Alex piensa que si, dentro de diez años màs, èl cumple sesenta, Santiago lo cambiarà por otro màs acorde a su edad.
La vida es tramposa, ha puesto en el camino de Alex un hermoso trofeo, que ganò en todo su derecho, pero no puede disfrutarlo por miedo perder a su amor. Y entre inseguridades y confusiones el amor inmenso se arraiga en sus tibios corazones y Alex sabe que su pànico es lògico porque èl tendrà màs por perder que Santiago, pero olvida ser felìz y no desconoce que esta etapa de su vida constituye un capìtulo màs de “El viejo mito de las diferencias de edades”, mito protagonizado por èl en su secuencia màs dolorosa.
Simonin