Hoy comienza el curso escolar en España. La semana pasada arrancó en Francia. Pero arrancó sin una de sus profesoras. Ese mismo día, 1 de septiembre, la vida de Caroline Grandjean se apagó. Tenía 42 años, era profesora y directora de escuela en el pequeño pueblo de Moussages, estaba casada con su mujer y soñaba, como tantas de nosotras, con una vida tranquila en un entorno seguro. Pero el odio no se lo permitió.
Desde septiembre de 2024, Caroline recibía insultos y amenazas anónimas: “tortillera sucia”, “tortillera = pedófila”, “muérete tortillera”. Grafitis en la escuela, cartas en el buzón… un acoso sistemático y cobarde que la obligó a alejarse de su trabajo, de su vocación, de sus alumnas y alumnos.
Presentó cinco denuncias. Cinco. La justicia abrió una investigación, pero nunca encontró al culpable. Mientras tanto, Caroline intentaba recomponerse, pero la herida fue demasiado profunda. El 1 de septiembre, día del inicio del curso escolar, decidió quitarse la vida.
La lesbofobia del acosador no mató sola. También lo hizo la indiferencia.
El sindicato de directores denunció que ni el Ministerio ni el Ayuntamiento le ofrecieron el apoyo que necesitaba. Le propusieron cambiarla de escuela, como si el problema fuera ella, no la violencia que sufría. Y el ayuntamiento, lejos de protegerla, llegó a insinuar que aquella historia daba mala publicidad al pueblo.
Caroline estaba sola frente a todo un sistema que prefirió mirar hacia otro lado antes que confrontar el odio. La muerte de Caroline es una tragedia, pero también es una alarma que grita: la homofobia sigue presente, en pueblos pequeños y en grandes ciudades, en el trabajo, en las escuelas, en nuestras calles. No basta con comunicados oficiales diciendo que “se condenan los actos de odio”. Necesitamos medidas reales, protección efectiva, acompañamiento psicológico y legal para las víctimas.
Porque mientras los responsables del acoso siguen libres, una mujer ha perdido la vida. Una profesora, una lesbiana visible, una de nosotras. © Revistamirales