De una minuciosa inspección de los restos calcinados de la llamada ‘Casa del Horror’ es posible inferir que no menos de doscientas mujeres fueron asesinadas entre sus paredes»
Fragmento de una nota del diario Philadelphia Inquirer, 1895
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Nació como Herman Webster Mudgett en Gilmanton, New Hampshire, el 16 de mayo de 1861.
Hace un siglo y medio, Gilmanton era menos que un barrio: recién hoy roza apenas las cuatro mil almas.
De su madre se sabe que fue una férrea puritana, acaso por influjo de los padres peregrinos que en 1620 desembarcaron desde el Mayflower. De su padre hay menos certezas: una versión lo juzga abusivo; otra, un taciturno Don Nadie.
Niño solitario, padeció por parte de sus compañeros de escuela lo que se llama bullyng: burlas, escarnio por su carácter solitario, reflexivo, temeroso. Cierto día, los peores de esa tribu escolar lo rodearon y lo obligaron a tocar un esqueleto humano, danzante, que robaron de la Sala de Anatomía. Muchos años después, Herman confesaría que en ese instante supo que la muerte –como misterio y fascinación– ya no se apartaría de él. En ninguna de sus formas… y unida a otra temprana pasión: el dinero.
Recurrió, pues, a su encanto. Facciones nobles, ojos negros de mirada profunda, grueso bigote a la moda, y singular elegancia: el hombre mejor vestido de su comunidad.
Argumentos necesarios y suficientes para enamorar a Clara Lovering, joven de familia opulenta, casarse con ella, y hacerla costear sus estudios de Medicina. Desde luego, el adiós a Clara llegó el mismo día en que recibió su título de doctor en la Universidad de Michigan… Y también el abandono del hijo nacido en esa etapa.
Los atroces sucesos posteriores abrirían un interrogante nunca resuelto: ¿lo hizo por admiración o por desafío?
La siguiente y desdichada proveedora de fondos fue de fácil caza: una viuda rica –las biografías no consignan su nombre– dueña de una cadena de hosterías. No la llevó a la ruina, pero cuando advirtió que los fondos menguaban, desapareció en las sombras de la noche e instaló su nuevo cuartel de operaciones en Nueva York.
Allí, y durante un año del que no hay memoria, ejerció como médico, y hacia 1883, anunciada con bombos, platillos y fuegos en el cielo, empezó a desplegar sus velas la colosal Exposición Universal de Chicago. Entre el primer día de mayo y el último de octubre de ese año, recordando en cuarto centenario de las proas de Colón ancladas en América, cincuenta países mostrarían sus progresos de todo orden: máquinas maravillosas e inteligencias sin límite…
Hasta ese punto, sin embargo –aunque no es cosa menor–, tenemos a un interesado seductor de mujeres, un estafador, un presunto asesino. ¿Cómo y porqué, entonces, alcanzó el sitial de los monstruos, los bloques de hielo que rodean a Satán en la Divina Comedia?
Terminado unos meses antes de la apertura de la Exposición, el extraño castillo tenía una planta baja de apariencia normal (comercios varios), pero su sótano y el resto de sus pisos eran la más espantosa pesadilla imaginable solo bajo delirium tremens o drogas alucinógenas.
Las paredes interiores fueron bloqueadas con aislantes del sonido, a prueba de gritos desgarradores, aullidos lobunos, puñetazos, pedidos de socorro. Bien pudo Holmes colgar, en la entrada, las demoledoras palabras que Dante instaló en la puerta de su Infierno: «Lasciate ogni speranza voi ch´ entrate».
Trampas. Escaleras que llevaban… a ninguna parte. Cuartos secretos con paredes deslizantes para asfixiar a su ocupante. Laberintos y pasillos sin salida, con ventanillas disimuladas desde las que Holmes podía gozar con el sufrimiento y la desesperación de los atrapados. Otra serie de cuartos eran una atroz prefiguración, medio siglo antes, de las cámaras de gas hitlerianas: Holmes abría los grifos desde un tablero, y veía morir a sus invitados entre escalofriantes alaridos…
En cuanto al sótano, el depravado Señor de las Tinieblas lo había dotado de máquinas de tortura milenarias: la trituradora de huesos, el pozo con cal viva, el desollamiento, el autómata hueco de hierro que se calentaba lentamente… hasta que la carne del prisionero humeaba.
Hasta que cayó el telón. La Exposición levó anclas, y el Castillo Holmes entró en crisis: cada vez menos víctimas, y arcas casi agotadas. El monstruo echó mano a una vieja y trilladas solución: incendió el último piso… y le reclamó sesenta mil dólares a la compañía de seguros. Pero al saber que habría una investigación, peritajes, etcétera, ¡huyó a Texas! Allí, para recuperar algo de dinero, cometió pequeñas estafas de principiante y fue a parar –por primera vez– a una cárcel.
Cumplida la módica sentencia, volvió a Filadelfia y urdió una estafa de mayor vuelo. Un compinche, Benjamin Pitezel, debía contratar un seguro de vida por una cifra altísima. Luego robó un cadáver, lo desfiguró, y lo presentó ante la compañía de seguros como «Benjamin Pitezel, muerto y desfigurado en un accidente», para que su mujer, la señora Pitezel, cobrara la prima, mientras el falso muerto se iría a Sudamérica hasta que el caso fuera olvidado, y al volver, Holmes y el matrimonio se dieran la gran vida.
Pero H.H. tenía un Plan B más rápido. Asesinó a Pitezel, a la mujer y a los hijos, y les robó el dinero…
Pero a veces la mano de la justicia es más larga que los cálculos criminales. Marion Hedgepeth, un viejo compañero de celda en Texas, por alguna razón que las imprecisas biografías no aclaran, lo denunció, y a Holmes le falló la pierna de ases: la investigación recayó en el sabueso Frank Geyer, estrella de la implacable Agencia Nacional de Detectives Pinkerton, que desde 1850 y con sus hombres de negro y galera, no dejaba pillo en libertad.
El resto de la historia es imaginable. Preso Holmes, la lupa de la ley entró en el diabólico castillo, puso a la luz del sol la aterradora parafernalia de tortura y de crimen, y hasta un testimonio que heló la sangre del tribunal:
–Yo fui empleado de Holmes. Me contrató para que le descarnara tres cadáveres… a treinta y seis dólares por cadáver.
Condenado a muerte, Holmes fue ahorcado el 7 de mayo de 1896. Tenía 34 años.
Confesó el asesinato de 27 personas. Pero los peritos que investigaron cada palmo del castillo en busca de restos humanos, aventuraron que no menos de doscientas mujeres habían perecido entre espeluznantes tormentos.
Pero aun cabría otro asombro. Para evitar que su cadáver fuera robado o mutilado después de la ejecución, pidió ser enterrado en un ataúd lleno de cemento fresco, y bajado a una fosa de doble profundidad que las habituales, luego cubierta también por cemento, y sin lápida con su nombre.
Sus abogados rechazaron la oferta de 15 mil dólares presentada por un instituto médico para conseguir el cerebro de Holmes y estudiarlo.
No sorprende. Hasta hoy, el dueño de la Mansión de la Muerte está considerado como el primer asesino serial de la historia norteamericana.
Título suficiente para dar rienda suelta a la leyenda: muchos juran que no fue ahorcado, y que el hombre en la profunda fosa es un cadáver N.N., que Holmes escapó sin rumbo conocido, y que vivió libre hasta el fin de sus días.
Uno de sus carceleros juró que, muy poco antes de la hora de la soga, le oyó decir:
–Nací con el Diablo junto a mi cama, y desde entonces siempre ha estado conmigo…
(Post scriptum. Erik Larson, escritor y periodista neoyorkino varias veces premiado, se inspiró en Holmes para escribir su novela de non fiction The Devil in the White City, y lo definió así: `Jack el Destripador encontró a sus víctimas entre las pobres prostitutas de Londres, y Holmes, entre las mujeres bellas y ricas de Chicago´. Ese libro fue el disparador para que la formidable dupla Martin Scorsese-Leonardo DiCaprio volvieran a encontrarse. El monstruo que fue el Dr. Holmes será inmortalizado en la pantalla de plata. Éxito descontado) Fuente: Infobae.